Sunday, November 30, 2008

VIAJE



Tarde del primer Domingo de Otoño. Una estación de tren, iluminada débilmente por la luz de un sol tapado por nubes. Un grupo de viajeros espera la llegada del tren en el andén. Las caras, sobre todo las de las personas que van solas, delatan el tedio ante la inminente y progresiva llegada de la rutina semanal. Una pareja de novios jóvenes baja por la escalera mecánica. Ella lleva un jersey turquesa sin mangas y una revista de televisión enrollada. El es grueso y tiene manchas rosáceas en la cara, como algún tipo de eczema. El orienta su cara, busca su boca. Ella, viendo que ya no puede hacerse más la distraída, le da un beso desganado y rápido, como quien bosteza.
En el andén, un gitano con la piel estampada de tatuajes y una camiseta de Bruce Lee me mira con desconfianza, como si mi cara fuera un enigma. Esa desconfianza se hace más evidente cuando saco mi cuadernito y comienzo a escribir estas palabras. Una mujer con gafas y un rostro impersonal mira al infinito, no puede ocultar un mohín de asco en su cara, dando muestras evidentes de que le repugna todo lo que la rodea e incluso, debido a su mirada perdida, lo que está más allá. No se sabe si le repugna lo que acaba de pasar o lo que está por venir.
Ya en el interior del tren, hay procesiones silenciosas de personas en busca de su asiento. La gente procura no mirarse a la cara, incómoda; comienza un baile de viajeros que se reclaman sus lugares. Unos se levantan y otros los ocupan. No hay grandes discusiones al respecto. Todo el mundo se resigna, sumiso, a su destino. Al lado de mi asiento hay un hombre con la cabeza rasurada y un halo de timidez, que lee un libro con serenidad. Enfrente, cuatro chicas jóvenes, probablemente estudiantes. Juegan con mechones de pelo, hablan de sabores de helados y se pasan una bolsa con gominolas. Llevan pulseras con cuentas de colores y tienen acento de pueblo. Un viaje, a pesar del traqueteo que casi hace ilegible mi caligrafía, siempre es propicio para escribir. Cuando escribo parece que lo veo todo desde fuera, me convierto en espectador invisible, o eso creo.
Levanto la mirada y veo el paisaje; el hombre de al lado ha interrumpido la lectura y ha cerrado los ojos. Es un hombre que se muestra serio incluso a la hora de dormir, pues está erguido, con la boca cerrada. Me pregunto si al escribir esto soy un escritor o un mero enumerador, un catalogador de lo que sucede a mi alrededor, pues no invento nada ni añado elementos de ficción. Me parece que si lo hago sería como traicionarme , como traicionar a la realidad, pero supongo que a fin de cuentas escribir es eso: tomar cosas de la realidad para luego transformarla, para contaminarla de ficción. Realidad y ficción no pueden existir la una sin la otra, se necesitan para hacer algo medianamente bueno.
El hombre de al lado ha vuelto a la lectura. Y yo no consigo desembarazarme de esta sensación de irrealidad que interpone un velo entre las cosas y yo, o que, tal vez al contrario, me hace ver las cosas con más crudeza.

Saturday, November 15, 2008

CARACTERES

Un día el cero, aburrido de su naturaleza vacía, decidió que estaba harto de no ser nada. Se convenció de que nunca más estaría a la izquierda y con gran valentía por su parte, empezó a representar cosas, unidades. El uno, al verlo actuar y preso de una cierta envidia muy característica de los números, reflexionó por unos momentos y se dio cuenta de que le hastiaba ser el uno. Siempre por delante de todos, teniendo que soportar la presión de ser el número uno, el primero. Siempre teniendo que dar la imagen de unidad (pues esa era su supuesta naturaleza) aunque el bien sabía que su alma no se reducía a eso, que escondía al menos una duplicidad (quien sabe si una triplicidad) que le llevaba a ser menos uno algunos días y más uno otros. El dos fue más allá (en sentido metafórico; no es que llegara al tres) y pensó que estaba harto de ser número, que tal vez no le disgustaría ser letra, a las que consideraba mucho más versátiles y elegantes, menos aburridas. A fin de cuentas el dos siempre había tenido pretensiones artísticas y según se lo planteaba, al ser letra tal vez podría ser una pequeña parte de una gran obra, quien sabe si una novela o un tratado de filosofía que impactara a la humanidad. Pero el dos también era vago, como buen artista en potencia, y por no hacer mucho esfuerzo, decidió convertirse en zeta, bastante parecida a su ser en lo que a morfología se refiere.

El tres se sentía muy atraído por otro tres de formas muy redondeadas, de manera que al consumar su unión formaron un ocho perfecto, comprendiendo así que la suma de tres más tres no siempre da seis. El cuatro, siempre sumiso, y alertado por este inesperado motín numérico, se acogió a su derecho de seguir siendo cuatro. A fin de cuentas no sabía ser otra cosa y el suyo siempre le había parecido un buen empleo, con cierto prestigio histórico. El cinco tuvo una crisis de identidad bastante profunda, se replanteó muchas cosas. No le gustaban las bromas fáciles (en forma de rimas burdas) que hacían a su costa, deseaba ser otro, al menos algunos días. No es que quisiera cambiar por completo, sino renovarse un poco. No quería cambiar de personalidad sino cambiar de carácter. Una tarde de invierno llegó a la siguiente conclusión: “Yo no soy el cinco; hasta ahora he sido el cinco”. Sonrió un poco y siguió: “Ahora que ya lo sé, puedo ser lo que quiera ser…”. El seis por su parte decidió volverse un poco loco, cambiar de perspectiva. Se dio la vuelta y se convirtió en nueve. El siete se cansó. Era tal vez el número más famoso de todos y en gran medida, el número de la suerte de mucha gente. Pero eso, lejos de causarle alegría, le suponía una presión añadida que no estaba dispuesto a soportar por más tiempo. Todos le idolatraban y aclamaban como al número perfecto, pero el se sentía con derecho a ser imperfecto, pues estaba bien al corriente de sus numerosas debilidades y de hecho llegaba a la conclusión en sus ratos libres de que la perfección era un concepto imperfecto, irreal. Hizo las maletas y se marchó sin destino aparente, siempre disfrazado para no ser reconocido como siete.

Al ocho, recordemos, le fue robada su identidad por los enamoradizos y caprichosos tres. Ante tal usurpación, se vio descolocado, fuera de la secuencia numérica. Durante un tiempo cayó en la depresión más absoluta y se pasaba el día tumbado, sin dar un palo al agua, sin saber qué demonios hacer con su existencia. Cierta tarde, la pareja de tres fue a hacerle una visita sorpresa, lo que el ocho agradeció como un gesto de tacto y buen gusto. Sin embargo, el ocho, muy venido a menos, se quejaba, lastimero, de su desgracia. Hasta que uno de los tres le hizo ver la luz: “¿No te das cuenta?-le dijo con el rostro iluminado (Y aquí ustedes se preguntarán como es el rostro de los números. Pues bien, los números tienen cara y es muy parecida al rostro de los colores) “¿No te das cuenta de que ya has elegido tu nueva ocupación? ¡Eres un ocho tumbado! ¡Por lo tanto, eres el signo del infinito! ¡Puedes llegar hasta donde quieras, más allá y después más todavía! ¡Tus posibilidades son ilimitadas!” El ocho recapacitó unos segundos y su pecho se llenó de esperanza, como si inspirara una interminable bocanada de aire fresco. Por un momento tuvo la tentación de levantarse, pero se dio cuenta de que no era muy apropiado para su nueva condición. Besó a ambos tres y los despidió con infinito agradecimiento, ilusionado por comenzar inmediatamente su nueva etapa como máximo representante de lo infinito. El nueve estaba harto de ser el último de la fila y se sentía agarrotado, como anquilosado en su tarea. Se desperezó y al estirarse se miró en el espejo. Se dio cuenta de que tenía un aspecto muy parecido al del uno. Al poco tiempo hablaron y se intercambiaron los roles, con gran regocijo para ambos. El uno podía representar hasta nueve unidades y el nueve se centraría en su tarea de uno. Después de esta pequeña revolución numérica y tras una relativamente breve transición, las cosas fueron mucho mejor.

Saturday, November 08, 2008

VAMPIROS CATÓDICOS


Ahora que estoy trabajando en un programa de sucesos, o mejor dicho, de crímenes, me da por pensar el morbo que genera este tipo de contenidos. (Para los que no lo sepan estoy currando de guionista en "El rastro del crimen" , Martes medianoche en Antena 3) Es curioso porque aunque lo echan de madrugada, lo que se llama un "late night", el programa tiene una audiencia bastante considerable, superior a la serie que le precede. Y es que los asesinatos, la muerte nos causa una atracción parecida a la del abismo. La sangre, que corre por nuestro interior rutinariamente, nos fascina cuando sale al exterior. La locura de los asesinatos nos recuerda lo cerca que estamos los "cuerdos" de esa locura. Y de hecho el programa funciona con la "Teoría del tiburón". Se pone un cebo para enganchar al espectador al comienzo del reportaje, prometiéndole la sangre que se mostrará al final y que finalmente se muestra, en una especie de orgasmo hemoglobínico. El caso es que funciona. Como el porno o los programas de teletienda, tiene su público fiel. La carne, la sangre vende. Es curioso porque el otro guionista y yo, que nos encargamos de darle un aspecto cinematográfico a las "reconstrucciones" de los asesinatos, nos reimos mucho. Supongo que es un mecanismo de defensa, de una coraza ante las barbaridades que se ven, se leen y se escuchan. La risa siempre ha sido un arma muy eficaz para distanciarse de estas cosas. Realmente yo no los veo como casos reales, sino como películitas de terror de serie b o z. Y lo peor de todo (o lo mejor, visto desde el prisma de mi cuenta corriente) es que siempre habrá escalofriantes temas e historias para cebar esa sed de sangre tan humana.