Wednesday, September 17, 2008

LÉXICO DEL SALUDO

Son curiosas las convenciones sociales, la forma que tenemos codificada para relacionarnos con los otros humanos. De esta forma he realizado una clasificación graduada. Aquí entran factores como la familiaridad con la persona saludada, el tiempo que hace que no se ven, el deseo de encontraselo/a o el simple grado de cariño que tiene la persona en cuestión.


-Saludo leve: Cuando te cruzas con alguien por la calle a quien apenas conoces de vista o con quien has perdido mucho trato. Se saluda con un movimiento de cabeza, impulsada por el cuello. De hecho hay veces que sólo hay un reconocimiento visual y alguno de los dos, o los dos, se hace el loco, mirando hacia un lado o hacia el frente. En Cádiz este cabeceo salutatorio se puede acompañar con un expresivo "Aaay", "Qué pasa, quillo" o "Hasta luego" y una sonrisa más o menos sincera. Es genial cuando alguien te saluda, le devuelves el saludo y no tienes ni pajolera idea de quien es...


-Saludo formal: Se da cuando decides pararte, aunque sean pocos segundos, y se saluda con la mano, si es entre hombres, o con dos castos besos en la ecuación hombre-mujer o mujer-mujer. Hay una variante que es cuando hace mucho que no ves a alguien pero no tienes gran confianza. Entonces hay dos opciones; o bien le coges su mano con las dos tuyas, o bien le das unas palmaditas opcionales en la espalda.


-Saludo coloquial: Se da entre gente joven, por herencia de series y películas americanas. Se hace chocando las manos. Cuanto más sonoro sea el palmetazo, mayor éxito en el saludo.


-Saludo efusivo: Este se caracteriza por dos besos y un abrazo sincero en el que se aprietan los cuerpos, acaso para sentir la energía del otro, acaso para restregarse un tanto... Hay un gesto que me hace mucha gracia y es cuando hace mucho tiempo que no se ven dos personas queridas y hay un cariño sincero. Entonces el abrazo se acompaña de un balanceo sincopado de las dos personas, primero una pierna, luego la otra, y un optativo y sentido "Ay, ay, ay".


-Saludo histriónico: No soy muy partidario de este saludo; incluye pequeños saltos, hacer un corro espontáneamente, gritar, etc...como si un equipo de fútbol celebrara un gol. Claro que suele ir acompañado de una ingesta de alcohol considerable.

-Saludo amoroso: Entre dos amantes, incluye un abrazo como si quisieras atravesar a la otra persona, el consiguiente morreo y ocasionalmente, coger a la otra persona en brazos, levantarla del suelo.
Adios.




Saturday, September 06, 2008

EL CORAZÓN EN LA PUPILA

Tal vez me consideren un presuntuoso, un loco vanidoso o simplemente un individuo fantasmal si les cuento que cada día, en el camino que separa mi casa de la boca de metro que me escupe en mi lugar de trabajo, le hago el amor a unas diez, tal vez quince hermosas mujeres de las que nunca me podré olvidar y a las cuales nunca conoceré.

Si piensan todo esto de mi y de paso tal vez me consideran un sádico o pervertido sexual, están en lo cierto. Con una pequeña diferencia: yo soy más superdotado que disminuido. Tengo una cualidad que es poder y carencia a la vez. Me explicaré, antes de que aumenten los malentendidos. Resulta que tengo la extraña condición, por así decirlo, de concentrar todos mis órganos sensitivo-emocionales (incluido los sexuales) exactamente en el centro de mis pupilas. Esto quiere decir, según el diccionario que en una ocasión consulté antes de ser escrito, que mis emociones se concentran en la abertura central del iris de la parte posterior de mis ojos y según mi Doctor es “una desviación médicamente inexplicable de las funciones emocionales”. No se extrañarán si les digo que muchas son las veces en que, presa de un complejo, he tenido que usar gafas de sol para preservar mis sentimientos, incluso antifaces y pañuelos oscuros, pues al mínimo contacto visual y, sin quererlo, los vellos de los brazos se me erizan y siento como si me pellizcaran por dentro, como una extraña mezcla de frío y calor que me recorre la espina dorsal y que acaba con una ligera descarga eléctrica a la altura de la nuca. Es algo agotador cuando le pasa a uno tantas veces al día.
Claro que al principio yo también le saqué partido, se lo que están pensando. Exploté esa faceta de “hombre sensible” que se enamora como quien respira, de “amante del amor” y “enamorado de las mujeres” como suelen llamarse todos los caraduras, pero eso me cansó pronto, muy pronto. La revelación vino el día de mi tierna juventud, cuando me di cuenta de que yo no obtenía el placer digamos, más puramente físico, haciendo el amor como acostumbran a realizarlo los demás, sino a través de mis ojos. Aún me temo que el descubrimiento supuso una decepción para la chica en cuestión, pero eso era por mi inexperiencia, más que por falta de hombría, bravura y por supuesto técnica.

Para mí, el contacto entre cuerpos propio del sexo, debía serlo entre miradas y la conexión entre personas, mucho mayor que un mero intercambio de fluidos corporales. Para mí, la eyaculación es el llanto. Ese es el placer supremo. Es la manifestación física de una emoción muy intensa, ya sea positiva o negativa. Siempre me ha dado vergüenza llorar en público, pero por razones diferentes a las del común de los mortales. Un parpadeo puede ser de muchos tipos y querer expresar diferentes emociones: deseo, timidez, azoramiento, reto, rechazo, cualquier cosa, sin olvidar otros factores como la interacción con la pestaña y su longitud, el grado de humedad de los ojos (se dice que los ojos brillantes son signo de lujuria, pero también pueden serlo de ebriedad o somnolencia.) y otros factores y tecnicismos en los que no voy a entrar.

Y es que si nos fijamos, las relaciones (visuales) que yo mantengo con mujeres, no son, como dirían algunos malintencionados, propias de un voyeur o un onanista desquiciado, sino que hay una conciencia mutua y un consentimiento de ambas partes. Las miradas nunca engañan, en eso se diferencian de las palabras. Seguro que todos ustedes saben cuando les miran por la calle con deseo, con odio, con curiosidad o con simple indiferencia. Nunca he sabido el nombre de mis amantes porque nunca hablé con ellas, al menos no con palabras físicas de esas que se lleva el viento. Una sola mirada sincera, directa a tus ojos, te dice mucho más que cualquier disquisición racional que pueda hacer tu cerebro. Siempre he creído en la rotundidad de las miradas, en su irrefutabilidad. Supongo que si no lo creyera vería mi vida como un fracaso, como un viaje recorrido en la dirección equivocada.

De hecho, he llegado a clasificar a las personas por el grado de apertura de los párpados. Así, una mujer con los ojos abiertos de par en par me resulta agresiva, demasiado ansiosa de miradas lúbricas. Igualmente, las mujeres orientales o de ojos rasgados acaban por ser fieras incontrolables en la cama a la hora de abrir sus bellos ojos, tras siglos de abstinencia por tenerlos cerrados.

Es cierto que hay mujeres (las menos, para que negarlo) que apartan la mirada o se hacen las despistadas, como si creyeran que con eso se libran de mi poderoso influjo, que en realidad trasciende del mero contacto visual. Si, ya sé, muchos dirán que soy un loco, un iluso cagón que no sabe hablarles a las mujeres, un escuchimizado voyeur sin personalidad que no sabe seducirlas y engatusarlas. Nada más cerca de la realidad. Están en lo cierto. Pero al menos soy un escuchimizado con miles de amantes, todas ellas satisfechas de pura ignorancia. Y nunca he tenido un parpadeo en falso.

Puedo recordar nítidamente mi auténtica primera vez, la primera mirada sexual correspondida. Yo tendría unos doce años y comíamos en casa de mis abuelos, con toda la familia. Tenía una tía que rondaría los cuarenta, rubia y con curvas rotundas, una revolución para mis hormonas ya revueltas de por si. Después de comer, mientras todos echaban la siesta, ella fue al cuarto de baño. Yo la seguí para espiarla con sigilo y miré a través de la puerta, que al ser vieja no cerraba del todo. Se bajó las bragas negras y se sentó sobre la taza. No le veía nada, pero iba a estallar y desperdigar mis hormonas por la casa. Ella posó su mirada sobre mí, acertando con una exactitud extraña, como si hubiera calculado de antemano donde quedaban mis ojos en el conjunto de su campo visual. Al principio me retiré, asustado de que me hubiera descubierto y fuera a regañarme. Pero cuando volví, ella seguía mirando y en su mirada no había signos de rencor; más bien era una mezcla de calidez, excitación, protección y alivio. Los dos nos aguantamos la mirada, en silencio y sin parpadear, como un duelo en el que uno no se juega la vida, sino el placer, que a fin de cuentas es lo mismo. En ese momento se dilataron por primera vez mis pupilas.


FIN