Friday, June 27, 2008

PARAISOS ARTIFICIALES

De pequeño una de las cosas que más me fascinaban eran las atracciones de feria. Y no hablo de montañas rusas (que me daban un respeto considerable) ni de los coches de choque, tan divertidos pero tan poco intrigantes. Me refiero a ese tipo de atracción en la que normalmente ibas en una barca o cochecito, en la que recorrías un itinerario fantástico, ya fuera una casa del terror o una selva frondosa. Me hipnotizaba el entramado de engranajes que se ocultaba bajo el agua o detrás de una roca de cartón piedra. Eran paraisos artificiales, en cierto modo como efectos especiales, viajes a lo desconocido para mi fantasiosa mente infantil , una ilusión con aspecto de realidad. Películas.
Recuerdo dos que me impactaron especialmente, en el parque de atracciones de Madrid. La primera de ellas era un viaje a la prehistoria que se hacía en una balsa de troncos de "madera". Había dinosaurios mecánicos con sus correspondientes sonidos amenazantes, austrolopitecus varios haciendo fuegos y otras criaturas enclavados en un paraje rocoso, irreal. En un momento del recorrido una roca parecía caerse sobre la balsa, hasta que en el último instante se detenía. Es difícil describir la sensación que me provocaba estar allí, a medio camino entre el miedo y la fascinación. La segunda creo recordar que se llamaba "El libro de la selva" y en otra barcaza recorrías una jungla bastante creíble, emergían cocodrilos mecanizados del agua, los elefantes expedían grandes chorros de agua y los monos saltaban de rama en rama. Yo siempre miraba al agua, intrigado por saber que mecanismos se ocultarían bajo la superficie. Según me han dicho, ninguna de estas atracciones existen hoy...

Saturday, June 07, 2008

PLACIDEZ

Con esta foto inicio una serie de instantáneas gaditas que me parecen curiosas. Resulta que la semana pasada me puse a hacer fotitos en Cai como si fuera un guiri más. Me dediqué a pasear por la playa y el Paseo Marítimo con la intención de no caer en las típicas fotos de grupo o familiares, sino de recoger el ambiente o si se quiere, el alma de la ciudad. (Que pretencioso me he puesto) En cualquier caso el resultado me sorprendió, y no porque yo sea un gran fotógrafo, sino porque Cádiz es una ciudad muy fotografiable, con ese azul intenso de cielo que, cuentan las leyendas, da nombre a un color específico de pintura.
Lunes 2 de Junio de 2008. 12:30 de la mañana. La playa de Cádiz comienza a vestirse de verano. Hace un día estupendo, con el cielo claro y la atmósfera limpia. Pero al ser día laborable, no hay mucha gente: corredores, unos cuantos turistas adelantados y algún que otro chaval escaqueado del colegio. Los operarios empiezan a instalar casetas y otro mobiliario. Este hombre, unos sesenta y tantos, pecho lobo, cadena de oro al cuello, duerme una plácida siesta mañanera, también conocida como la siesta del cordero, mientras el sol tuesta su piel. Tal vez no había podido dormir por la noche, encontrando sólo la placidez necesaria tumbado en la arena, abandonado al sueño. Puede que ya estuviera jubilado y aunque al principio no supiera que hacer con tanto tiempo libre, un día decidió que pasear por la playa todas las mañanas podía ser una buena idea. O puede que se hubiera marchado de casa para quitarse de enmedio, visto que el panorama doméstico no era muy halagueño. Por la postura casi parece un naúfrago arrastrado por la corriente y depositado en la arena como un fardo, con las piernas desmadejadas. Pero daba una envidiable sensación de paz, como cuando ves dormir a un bebé y recuerdas lo puro y revitalizador que era ese sueño. Claro que todo esto sólo son suposiciones.

Sunday, June 01, 2008

ESTACIÓN

Al sentarme en el banco verde metálico de la estación, mi atención se posó inmediatamente sobre una mujer anciana que estaba a mi lado. Tenía el pelo canoso y corto y unas gafas que engrandecían considerablemente sus ojos. Estaba hierática como una estatua y agarraba una de sus bolsas con fuerza, con la mirada anclada en un punto más allá de la estación. Era una mirada reflexiva y parecía repasar con calma todo lo que había sido su vida. Una de esas miradas que no miran nada pero que lo ven todo. Sentado a su lado y escribiendo sobre ella, yo tenía la impresión de estar haciéndole una foto, lanzándole cortas miradas disimuladas. Soltó su bolsa para consultar momentáneamente el reloj, sabedora tal vez de que se le acababa el tiempo, pero con una serenidad que distaba mucho de la habitual preocupación, tal vez con la conciencia tranquila de quien ha asumido lo inevitable, se ha librado de angustias inútiles y ha dejado de luchar en vano. Al poco llegó otra anciana con una peluca azulada indisimulable y se sentó muy pegada a ella. Se intercambiaron susurros y ambas quedaron mirando el mismo punto fijo que había hipnotizado a la primera. Cuando cogí mi autobús, la mujer de las gafas y el pelo canoso seguía en la misma posición, estática. En ningún momento me quedó muy claro si acaba de llegar o si estaba esperando para irse. Tal vez las dos cosas.